El año 2010 ha sido bautizado como el “Año del Bicentenario”, que, en realidad significará el inicio de las conmemoraciones pero que hasta 2016 (por no decir durante todo el siglo XXI), encontrará varios Bicentenarios más y muy significativos. Desde el Estado Nacional, se ha puesto en marcha una fuerte movilización (no sólo de recursos materiales) sino también una discursividad ideológico-política desde la cual se ha enfatizado en los valores patrióticos que se pusieron en juego desde 1810. Desde esta idea se ha llamado a reflexionar, a hacer historia de diferentes acontecimientos que han tenido lugar en estos dos siglos de vida. La Ciudad de Buenos Aires y todo el país se ha teñido de celeste y blanco con la presencia multitudinaria, histórica (si se permite el calificativo) del pueblo en el Paseo del Bicentenario para participar de las actividades que allí se realizan. Es notorio como la conflictividad reinante en el presente político nacional, reflejado en los medios masivos de comunicación (uno de los actores protagonistas) ha quedado en un segundo plano frente a una idea de “identidad colectiva” que está celebrando su 200º cumpleaños. Las cadenas televisivas integrantes de las cadenas monopólicas de la información han priorizado en su programación las transmisiones sobre los acontecimientos del Bicentenario. Con sus diferentes apreciaciones y miradas, con mas o menos cantidad de minutos dedicados y con las notorias y evidentes percepciones acerca del Gobierno Nacional, la televisión privada y pública han encontrado un punto de unión (consciente o no) que acuerda en la importancia de los valores nacionales, de “recocernos como argentinos”.
Es interesante ver cómo las pasiones sociales pueden expresarse en rivalidades separatistas o bien pueden ser de utilidad para englobar una idea de pertenencia colectiva, expresada en la bandera nacional como símbolo de esa identidad. Quien mas, quien menos, todos (o casi) somos hacedores de estos simbolismos. Sea por la (re) producción de conceptos y opiniones en nuestra vida cotidiana, sea por nuestra pertenencia a determinado colectivo social de índole político o deportivo, existe un sustantivo común donde se representa la concepción de la identidad: la bandera, como símbolo que determina nuestra identificación con nuestros grupos de pertenencia.
En el caso de la identidad nacional simbolizada en el celeste y blanco de la Bandera o de la Escarapela que se luce en estas fechas merece por lo menos una reflexión: existe una idea construida de colectividad, de nación, de patria, de Argentina que suelen presentarse asociadas.
Por otra parte, vale la pena atender a las expresiones lingüísticas que tuvieron lugar o que fueron ocultadas o minimizadas en estos días. La noción de “cumpleaños de la Patria”, en principio, considera que allí nació la Argentina. En segundo lugar, considera que la Argentina nacida bajo la modernidad, inicia su historia como Nación, tal como la concebimos hoy.
La interpretación de que la Argentina se forma como Nación o país, el 25 de mayo de 1810 desconoce, por un lado, que en ese entonces no quedó conformada esa Nación que concebimos hoy ni, mucho menos del Estado. Es cierto que a esto se podría objetar que, aunque la construcción del Estado Nacional fue parte de un proceso mucho más largo y más complejo, en aquel entonces, se estableció una Primera Junta de Gobierno donde se discutía, sin resolverse, la dependencia o no de España. Pero, por otro lado, lo que se está omitiendo es que se trató de un proceso revolucionario. La Revolución de Mayo significó el aprovechamiento de un momento de la historia donde la coyuntura daba espacio para que las sociedades latinoamericanas consideren que era hora de ocupar su lugar tras el encarcelamiento de Fernando VII luego de que el expansionismo de Napoleón Bonaparte entrara en territorio español. Dada esa situación, lo que se está soslayando es ni más ni menos que la idea de revolución, aún considerando que esta se hizo jurando lealtad a Fernando VII (debiéndose analizar la coyuntura y los motivos que estaban en juego en ese entonces). A 200 años de la Revolución de Mayo, lo que hoy se conmemora es el Bicentenario de una revolución. No hay ningún cumpleaños de una Argentina que quedó constituida, ni la celebración de la independencia (que tantas veces se confunde). La palabra revolución ha sido retirada, en algunos casos, o tibiamente mencionada, en otros.
Este Bicentenario que conmemora el país, reúne, como pocas otras veces, a un seleccionado de historiadores, intelectuales varios, artistas y hasta periodistas amontonados en programas televisivos o en suplementos gráficos que reflexionan sobre “lo que nos pasó como país”, “nuestro presente”, “cómo somos los argentinos” y “cómo construir una democracia mas plena”. Sin embargo, en estos 200 años, pero esencialmente desde 1976 y rubricado en la década de los ’90, se ha retirado la palabra revolución. Mucho más, cuando se esbozan propuestas sintetizadas en la construcción de “un país más justo”, como reemplazo lingüístico cargado de significado.
El 25 de mayo de 1810 se produjo el triunfo de un proceso revolucionario que no nació ese día. La revolución de entonces y que también iba desarrollándose en el resto de América Latina, se produjo como parte de la expansión de los ideales revolucionarios surgidos principalmente de la Revolución Francesa de 1789 pero también de la independencia de Estados Unidos en 1776. En este contexto, tal como citara el historiador Tulio Halperín Donghi (1992) la coyuntura mostraba una “Europa revolucionaria y una América independiente”. Ahora bien, en ese marco de los siglos XVIII y XIX se produjo un proceso que va más allá de la sucesión cronológica de los hechos: el ascenso y posterior consolidación de la era moderna, con su modo de producción capitalista y con la burguesía como clase revolucionaria que luchó y se asentó en el poder. La Revolución del 25 de Mayo de 1810 ha tenido lugar en ese contexto revolucionario y así hay que entenderla. La discusión del momento y la lucha revolucionaria tenía que ver con enfrentar al absolutismo, establecer el pasaje del feudalismo al capitalismo y sentar las bases del sistema republicano. En ese clima y ese propósito es el que ha perseguido la Revolución de Mayo y que ha estado motivada por los ideales de sus protagonistas. Los valores del republicanismo, la igualdad, la libertad y la fraternidad. Ni más ni menos que principios revolucionarios de una burguesía que peleaba por construir individuos libres, ciudadanos que, a su vez serían hijos de la ilustración. Los “próceres de mayo” han dirigido una revolución triunfante hoy conmemorada. Han dirigido una revolución, respetando los principios e ideales de la modernidad en ascenso: hombres cultos, ilustrados que podrían hacer libres a los pueblos de la tiranía de la Monarquía Absoluta. A esta altura de los acontecimientos, quedan pocas dudas de que la burguesía era una clase revolucionaria. Es propicio reconocer que los ideales republicanos de la Revolución Francesa y las bases de la Democracia estadounidense, continuando con las formulaciones de pensadores clásicos que se han dedicado a escribir al respecto, al entrar en fusión, han sostenido y dado forma al sistema de la división de poderes así como a la ideología liberal que caracteriza a la historia moderna. Dicho de otra forma, el período que va desde al siglo XVII hasta el siglo XIX dio origen al ascenso y a la consolidación de la burguesía como clase revolucionaria y dominante . He aquí la recuperación del término clase en toda su dimensión que en el presente suele expresarse como sectores, sean altos, medios o los llamados “sectores populares”.
Es importante detenerse en cuestiones acerca del lenguaje que contiene una carga de significado y simbolizaciones no menores. La reivindicación al año del Bicentenario (también conmemorado en otras sociedades latinoamericanas) se enmarcan en una matriz latinoamericanista propia de los discursos de la modernidad (Arnoux, 2008). Se trata de de la evocación a los grandes líderes protagonistas de las luchas y gestas de las Independencias tales como Belgrano, San Marín, Bolívar, Artigas, etcétera. Una forma de regresar y resaltar los valores que tuvieron lugar en las primeras décadas del siglo XIX y que está muy presente en los relatos de líderes latinoamericanos de hoy. La expansión de los ideales europeos sentaron los pilares en los que se apoyó la Revolución de Mayo y su concepción del hombre y la sociedad: la herencia cartesiana de la razón como argumento esclarecedor, el fundamento, la explicación y las respuestas a todo aquello que antes se respondía por medio de la religión. De esta forma la razón irá siendo la principal (o la única) herramienta para la producción de conocimiento. Del mismo modo, la razón será el instrumento que poseerán sólo aquellos individuos que sean capaces de producir ese conocimiento. La razón y el conocimiento permitirán la creación del individuo libre, el ciudadano dueño del saber y de la cultura e iluminado para elegir a sus representantes y hasta para gobernar. El 25 de Mayo de 1810, la propuesta revolucionaria de una nueva sociedad estaba discutiéndose.
En este presente de Bicentenario, donde se lucen intelectuales en programas televisivos o brindando conferencias, ha estado dando vueltas el análisis sobre cuánto han sido respetados o defraudados los principios de 1810. Ante este interrogante, las explicaciones generalmente se limitan a encaminarse en los logros, errores y asignaturas pendientes que tiene el país, pero siempre pensando en lo lejos o cerca que se está de ese ideal planteado como norma, como un deber ser.
La modernidad, se abre paso de la mano de hombres ilustrados dueños de la cultura que debe transmitirse a los incultos. La revolución de la razón como herramienta que pretende divorciar a los hombres libres de la Iglesia Católica. La secularización. La ciencia como expresión del conocimiento válido ha funcionado como uno de los pilares ideológicos sobre los que se apoya la burguesía para funcionar. El período de su ascenso y consolidación, entre los siglos VII y XIX es el período de consolidación de los Estados Nacionales con sus símbolos y banderas.
Pero pensando en el dominio que la modernidad capitalista ha ejercido, constituyéndose en la hegemonía del pensamiento occidental, ¿es tan racional el elogio a la razón? En la lucha contra el absolutismo, las revoluciones triunfantes como la de Mayo de 1810 o la francesa misma, fueron comandadas por la burguesía. Pero ¿es posible abrir el debate acerca de la construcción que han edificado los poner en tela de juicio el modelo de producción capitalista pero también el cuestionamiento a la idea de individuos o ciudadanos libres capaces de elegir su destino mediante la elección de sus representantes. Los conceptos de libertad individual, de ciudadano, se asocian directamente a la idea de razón así como también a la de educación y de cultura. Muchos analistas y expertos atribuyen gran parte de los problemas sociales de hoy a la falta de educación, esto es gracias a la exclusión que padecen millones de seres humanos que no gozan de derechos básicos. El tema forma parte de un proceso dialéctico en el que la “falta de educación” degrada al ser humano, al mismo tiempo que la educación ha sido el instrumento que ha permitido sobrevivir a los principios racionales, siendo el modo de elevar al hombre. Quien posee, cultura es el hombre educado, ilustrado que es dueño del saber y debe transmitirlo. El siglo XX ha multiplicado textos y discursos que varios pensadores han esbozado y puesto en práctica, analizando los principios de la sociedad capitalista. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha profundizado y analizado la idea de cultura en la modernidad y ha sostenido que en este período (la cultura) se ha transformado en un producto que debe transmitirse, para esto apela a la metáfora del jardinero: el intelectual, el educador como encargado de cultivar (Bauman, 1977). La idea del jardín que representa la modernidad frente a la cultura silvestre expresada por la pre-modernidad. En ese teatro actúan los intelectuales, como dueños del saber, los docentes como encargados de desterrar la naturaleza salvaje. Ese saber es también una propiedad, es un elemento que se adquiere, la cultura pasa a ser un objeto que debe transmitirse.
En ese mismo contexto surgen también los Estados-Nación. Previa etapa revolucionaria e independentista, los ideales modernos de la Patria atraviesan su momento de consolidación. La Argentina establece su primera Constitución Nacional en 1853 y la segunda mitad del siglo XIX terminará por consolidar el Estado Nacional. Período en el que la inmigración crecía de manera importante y, en algunos casos, iba tornándose peligrosa para las élites que veían con preocupación la irrupción de algunas ideas europeas, vale decir, el marxismo y el anarquismo como emblemas de la clase trabajadora que, en el caso del socialismo revolucionario, consideraba que debía gobernar y establecer su dictadura proletaria. En el caso del anarquismo, aunque opuesto a la toma del poder, se animaba a desafiar el orden establecido.
Sin embargo, evitando caer en reduccionismos, es importante decir que la institucionalización de las ideas no ha respondido a la consecución de un pensamiento lineal. Los principios modernos han ido estableciéndose y cobrando legitimidad al tiempo que también se desarrollaba el pensamiento científico. Las Ciencias Sociales, a la medida del positivismo y su lema de orden y el progreso, siguiendo los métodos de observación y experimentación de las Ciencias Naturales, persiguiendo la búsqueda de leyes generales como valores epistémicos, postulaban a la razón como jueza que dicta sentencia entre lo bueno y lo malo. Lo verdadero y lo falso. El positivismo ha ocupado uno de los grandes cánones de interpretación de lo social. Uno de sus exponentes José Ingenieros ha ocupado un lugar trascendente en la Argentina de fines del siglo XIX y principios de siglo XX. Su visión de la sociedad se encontraba enmarcada en un tipo de pensamiento positivista, que encontraba fuertes adherencias al evolucionismo y al darwinismo social que, posteriormente, fueron apropiados por quienes buscaron fundamentar científicamente los principios de la criminología y de la eugenesia. En su concepción del hombre dividido en jerarquías, Ingenieros afirma: “el hombre inferior es un animal humano (…). su ineptitud (…) le impide adaptarse al medio social. El hombre mediocre (…) está perfectamente adaptado para vivir en rebaño. El hombre superior es un accidente provechoso para la evolución humana” (Ingenieros, 2009: 40). Insistiendo en la importancia de medir la historia en su contexto y momento, cierto es que el Estado argentino se formó en medio de debates regidos por numerosos intelectuales identificados con diferentes corrientes de pensamiento en puja por lograr la legitimación del orden social. La academia, la ciencia o el mundo intelectual han marcado profundamente la vida social y han sido medios de producción de ideologías.
A fines del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, el positivismo atraviesa una crisis que amenaza perder la pelea contra los ideales más tradicionalistas. En un clima en el cual se extendía la democracia liberal estadounidense, toman fuerza las corrientes más historicistas que cuestionan el mecanicismo positivista y el postulado del racionalismo absoluto. Esta corriente, anclada mas en un romanticismo cultural, propone resaltar valores estéticos del arte y la literatura, hay cierta revalorización de lo hispano sobre lo que, alguna vez, se apoyó el nacimiento de la Nación. En este período se introduce la Historia como materia importante en las instituciones educativas y se va consolidando una forma de “identidad nacional”. Es importante preguntarse, al hablar identificaciones, a quienes incluye y excluye este campo. En este contexto se recupera la figura del gaucho por como “héroe civilizador de la pampa, triunfó allí donde fracasó la conquista española que no pudo dominar al desierto y al indio” (Terán, 2000: 358). Sintética y, quizás, simplificadamente, puede verse así como la discusión político-ideológico ha sido protagonista en la formación de la Argentina. El Estado Nacional, ha quedado consolidado gracias a luchas revolucionarias, a una revolución triunfante el 25 de mayo de 1810 y a un proceso independentista que comenzó a discutir, haciendo uso de su artillería intelectual, la posibilidad y la necesidad de construir un nuevo sistema político: la República. La democracia del siglo XX, tristemente arrebatada en varias oportunidades, es hija de ese pensamiento liberal, republicano, en una palabra: burgués.
La Bandera Nacional es hoy uno de los símbolos más representativos y contradictorios de la modernidad. Por un lado ha sido objeto de discursos y utilizada para simbolizar la libertad, la independencia y la representación de los valores republicanos tales como la igualdad, la división de poderes y las declaraciones, derechos y garantías expresados en la Constitución Nacional. Por otra parte, ha sido utilizada como la representación de una idea de sentimiento nacional que necesita imponer el orden recurriendo a las prácticas más atroces, estableciendo centros clandestinos de detención para torturar, matar y desaparecer a quienes con “ideas foráneas” pretendían “subvertir el orden occidental y cristiano”. Por un lado la República de avanzada que, enfrentando a la tiranía monárquica, sentó las bases de la Democracia del siglo XXI que celebra el Bicentenario. Por otra parte el pensamiento más conservador representado en las Dictaduras Militares que el país supo conocer. La Bandera Nacional se ha convertido en un símbolo que supone la identificación nacional, independientemente de cual sea esta para uno y otro.
Es así como el emblema de la institución educativa moderna, la Escuela, se ha valido como lugar de confluencia, en uno y otro modo, para exhibir la Bandera Nacional flameando en su mástil. De igual forma que, ante los festejos del Bicentenario, han confluido dos modelos de interpretación o de construcción de la realidad televisiva, esto es la Televisión Pública y los monopolios privados. Independientemente de los intereses y las consideraciones sobre la coyuntura nacional, ambos han encontrado un punto de confluencia en el sentir nacional y que es posible, haya excedido sus voluntades de coincidencia: la transmión del evento tiñendo sus logos de celeste y blanco. Todo acompañado de la exaltación de los valores patrios resumidos en la fecha. Esta nueva forma de “transmitir verdades” que son los medios de comunicación, al igual que la escuela, transforman a la bandera en una suerte de tótem digno de adoración.
El antropólogo Raúl Díaz (2009) reflexiona a partir de la representación de lo común que supone la bandera en los actos escolares: “la bandera representa la Nación, la Nación representa a una comunidad con historias y vivencias en común o compartidas. Pero: ¿qué es lo común que la bandera representa? (…) Es algo común que no dice nada, si no se lo remite a procesos y sujetos concretos, a problemáticas de exclusión material y simbólica, que a la vez que afirma, borra diferencias de clase, género, edad, sexualidad, etcétera”. (Díaz, 2009).
Los actos escolares son apenas una muestra de cómo la bandera puede ser objeto de adoración. La escuela pública como transmisora de conocimientos es también la base de la transmisión de valores nacionales propios de la construcción del Estado-Nación instaurando la idea de que los ciudadanos deben estar dispuestos a vivir, pelear, morir y hasta matar por esos valores. Nociones tales como Patria o Nación son construidas a partir de ceremonias transformadas en rituales religiosos donde la misma idea de individuo presente en la escuela moderna, sucumbe ante una sociedad unificada en la adoración a la Patria o a la bandera.
Emilie Durkheim (1992), sostiene que el mundo social está dividido entre lo sagrado y lo profano, aunque hay continuidades entre ambos, y que lo sagrado no es simplemente aquello a lo que se conoce como dioses o espíritus. Muchas cosas pueden ser sagradas, sea una roca o un árbol, es decir cualquier cosa puede ser sagrada. Ahora bien, hay algunas características generales que diferencian las cosas sagradas de las cosas profanas. Principalmente se considera que lo sagrado es superior en dignidad y poder a lo profano y al hombre mismo. El símbolo de las sociedades nacionales expresado por una bandera ante quien no sólo el soldado, sino la comunidad toda deben un respeto. Un respeto que está dirigido no hacia ese pedazo de tela que es la bandera de un país sino a la bandera como tótem, como símbolo de adoración de la sociedad. Pareciera haber un proceso dialéctico donde “esta capacidad de la sociedad para erigirse en un Dios o para crear dioses no fue en ningún momento mas perceptible que durante los primeros años de la Revolución Francesa (…) las cosas puramente laicas fueron transformadas en sagradas: así la Patria, la Libertad, la Razón (…) la sociedad y sus ideas se convertían (...) en objeto de verdadero culto”. (Durkheim, 1992: 201). El período moderno marcado por el desarrollo de la ciencia y donde la educación es la fuente del conocimiento encuentra continuidades con el mundo anterior. La adoración a la Bandera y la construcción de las nociones de Patria e identidad nacional, tan reforzadas en este Bicentenario, expresa la exaltación manifiesta en los individuos en tanto seres sociales.
Es interesante reflexionar a partir de la idea de identidad nacional a partir de la formulación de interrogantes que ayuden a problematizar algunas cuestiones: ¿Quiénes entran y quienes quedan fuera del campo de la identificación nacional? ¿El ser nacional supone una unidad en la diferencia? Ambas preguntas permiten problematizar acerca de la “otredad”. Frente a la identidad nacional hay una concepción del “nosotros” y de los “otros” según sea entendida la demarcación entre el pertenecer o no al campo de la argentinidad. El Estado Nacional ha sido consolidado trazando una clara frontera frente a la “problemática indígena”. La contracara de las celebraciones por el Bicentenario estuvo dada por lo que muchas comunidades originarias consideraron una fecha en la que no había motivos de celebración puesto que en tanto fecha de “argentinidad”, representa la política del hombre blanco. Argentina, para estas comunidades, representa la apropiación de tierras, despojo material y cultural que, sumados a prácticas genocidas, construyeron un Estado Nacional forjado sobre lo que, desde siglos anteriores a la República Argentina, les pertenece a ellos, en tanto pueblos originarios y negándose a pertenecer a la cultura occidental. Cabe aquí dejar espacio a las diferentes concepciones de Nación como expresión de lo común y separada del Estado, como cuerpo político de la Nación. En el marco de “El otro Bicentenario. El de los Pueblos” , algunas comunidades originarias expresaron un rechazo a lo que era presentado como “festejo”. La contraposición a ese concepto y sus significaciones era una forma de manifestar el repudio a un Estado Nacional con el que no se encuentran representados por haberse construido a “sangre y fuego” sobre estas comunidades.
El Estado aún hoy sigue marcando la diferencia. El triunfo de la cultura occidental ha naturalizado la política de saqueos, de exclusión y exterminio cuando por primera vez, se recibe a pueblos originarios en la Casa de Gobierno, al mismo tiempo que se los expulsa mediante desmontes, el monocultivo de soja transgénica vía apropiación de tierras y eliminación física de cualquier tipo de resistencia. “Ayer, el Winchester, hoy la soja” rezaba una de las leyendas mas significativas exhibidas en la movilización por las calles porteñas. Es cierto que las comunidades, así como el concepto de “cultura” no responden a algo homogéneo, están quienes refuerzan el radicalismo étnico, reduciendo la protesta a un purismo absoluto que roza lo sectario y que muchas veces refuerza el discurso de las clases dominantes. Aunque, hilando fino, algunas posiciones pueden comprenderse en tiempos como los que corren donde el Estado Nacional ha encontrado una enorme rentabilidad a partir de la exportación de la soja transgénica y en su disputa con las patronales agrarias ha invisibilizado esta problemática. Una vez más, la ausencia de debate. Una vez más la presencia de los medios de comunicación que tanto en voz de la mayoría de los comunicadores como en la de los intelectuales y académicos que por allí desfilaron, han “olvidado” problematizar la cuestión.
He aquí la Bandera Nacional, como símbolo de expresión de esa alteridad que representa una de las significaciones más fuertes de la modernidad. “Nosotros”, los argentinos frente a un “otro” que está siempre simbolizado en “lo diferente”. Ese diferente que además de los despojos materiales, debe afrontar la problemática de viajar con su “cultura” a cuestas y ponerla en tensión con la vida de los barrios periféricos de las grandes ciudades, siendo arrastrados a nuevas formas de marginalidad, perdiéndose en el mundo de la drogadicción y la violencia.
Es así que se construye la “cultura argentina”: poniéndose en escena conceptos tales como Patria, Nación, argentinidad, Estado, identidad, etcétera. “La identidad nacional argentina como si fuera la identidad resulta una provocación a la existencia de muchas comunidades, grupos e identidades que proyectan su porvenir dentro de la
Nación pero no de la argentinidad” (Díaz, 2009: 40).
Es importante, a doscientos años de la Revolución de Mayo, destacando la idea de Revolución, en tanto cambio que expresa rupturas y continuidades con lo anterior pero que centraliza la idea de cambio radical tanto en la praxis como en la conciencia, poner sobre la mesa de discusiones los cimientos de la modernidad: desde la razón como sinónimo de verdad que ilumina al individuo, pasando por la escuela como lugar que concentra el conocimiento hasta la simbología expresada en la Bandera Nacional.
Se trata en definitiva de animarse a poner en jaque el modelo de construcción burgués de los valores occidentales; de recuperar el concepto de Revolución donde pueda debatirse la construcción de una sociedad donde lo humano no esté dirigido por quienes además de poseer los medios de producción económica, poseen los medios de producción de conocimiento. Autoproclamados como lugares de debate, los espacios universitarios distan mucho de animarse a debatir en serio acerca de lo social. Las Ciencias Sociales han trabajado durante mucho tiempo la tensión entre individuo y sociedad, creando escuelas de pensamiento y modelos epistemológicos. Siendo hoy la academia un lugar donde se reafirma diariamente la competencia individual por la obtención de títulos y becas, no logra animarse a debatir en serio la manera de producir conocimiento desde un compromiso con lo social. En pocas palabras, está escudada detrás de la disputa entre distancia y compromiso donde la producción de obras que encuentren el espacio en el mercado cultural está por encima de animarse a la elaboración de debates profundos y comprometidos que incluyan al nosotros y a los otros. La Universidad es hoy una institución de naturaleza excluyente limitando la producción de conocimiento a una élite privilegiada, dado que la mayoría de la población no podrá acceder a ella. Y mucho menos será receptora de las investigaciones allí producidas. Aún más, su interacción con el otro ha estado guiada solamente por una observación participante que lo ha tenido como mero objeto de estudio, en el mejor de los casos o, como sujeto a colonizar.
La educación y los medios de comunicación han retirado cualquier posibilidad de debatir acerca del modo de articular investigaciones sociales dirigidas a las clases menos favorecidas. En tanto herramientas del mercado, no se han preocupado por la transformación de la realidad. No se trata ni de tirar por la borda aquellos campos sino de poder comprender la necesidad de divorciarse de ese debate estéril que se limita a pensar la República y cuán cerca o lejos se está hoy de ese ideal. Se trata, ni más ni menos, de incluirse en esos mundos y lograr la imposición de debates que permitan pensar la diversidad, la diferencia, la desigualdad y la unidad. Es importante combinar ambas esferas para formarse, investigar e incluir en la participación activa a las diferentes clases sociales, hoy excluidas. Se trata de sumarse a comunicadores, estudiantes y docentes que conciban la idea de rechazar la competencia individual o la búsqueda desesperada de financiamiento y se animen a recuperar los conceptos de Revolución, por sobre “distribución” u “otro país”; que discutan al “capitalismo” y que hablen de “sistema” más que de “modelo”.
En resumen, la propuesta es sumar fuerzas que entiendan que el conocimiento puede producirse también por fuera de las instituciones del sistema y hay ejemplos que permiten pensar en esa posibilidad: los problemas medioambientales, como el Calentamiento Global suelen ser puestos sobre la mesa tanto en las discursividades de dirigentes políticos y hasta empresariales así como también en los medios de comunicación como en las instituciones educativas de orden escolar o académico. Sin embargo (salvo casos excepcionales que no gozan de la mayor repercusión) estos suelen cobrar visibilidad a partir de propuestas que presentadas como posibles soluciones, o de combate contra el problema, partiendo de diferentes trabajos científicos que, habiendo investigado sobre la cuestión pugnan por ganarse un lugar en la agenda pública. Algunos trabajos no responden más que a intereses estrictamente económicos que buscan ver la forma de legitimar propuestas que aparenten soluciones sin alterar en lo más mínimo el modelo de producción económica que tanto ha contribuido a agudizar el problema. En otros casos, se trata de propuestas serias resultante de años de observación. No obstante, el campo parece reservado para las producciones científicas, presentándose en la T.V., conferencias y congresos, exponiendo su saber, demostrando haber pasado por la modalidad occidental educativa. Ese saber que, en términos foucaultianos, detenta poder. El poder de la razón y de ese saber que es transmitido por quienes lo poseen. ¿Cabría acaso preguntarse qué es el saber? O, mejor dicho, ¿no es ese saber el que determina la posesión de verdad y excluye otras formas de saber a contramano con la modernidad y el modo de producción capitalista?
Tanto en los medios de comunicación, como en instituciones educativas -salvo en excepciones de algunas localidades pero sin llegar a ocupar un espacio de visibilización demasiado destacado- el saber de las comunidades originarias y campesinas no suele gozar de la misma aceptación que los trabajos académicos. Muchas de estas comunidades se organizan, por ejemplo, intentando hacer conocer sus propuestas para enfrentar el cambio climático a partir de la agricultura familiar sustentable , llevando además a considerar además la relación de algunas culturas con la “madre tierra”, donde entran en juego concepciones materiales pero también espirituales, de creencias ancestrales pero también de conocimientos que no se condicen con la razón.
La pregunta que resta para finalizar es si, a doscientos años, tras la crisis del capitalismo, que ha sido gestada por la burguesía, nos animamos a poner en jaque, junto a la economía, también al pensamiento occidental moderno y a destronar a la razón como dueña de la verdad y el poder. ¿Somos capaces de asumir la tarea que nos corresponde a quienes nos desempeñamos en los campos de la educación y los medios de comunicación? Si la respuesta es sí ¿podremos articular nuestro discurso con la práctica aún a riesgo de quedar muy abajo en la carrera por el prestigio individual?
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Bibliografía:
Arnoux, Elvira: El discurso latinoamericanista de Hugo Chávez, Buenos Aires, Biblos, 2008.
Bauman, Zygmunt: “Guardabosques convertidos en jardineros”, en Legisladores e Intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales, Buenos Aires: UNQ, 1977.
Díaz, Raúl: “Los actos escolares. Entre la representación y la identidad” (38 – 40), en El monitor Nº 21, Junio 2009
Durkheim, Emilie, Las formas elementales de la vida religiosa. El sistema totémico en Australia, Madrid, Akal, 1992
Halperin Donghi: Tulio, Historia Contemporánea de América Latina, Buenos Aires: Alianza, 1992.
Terán, Oscar: “El pensamiento finisecular” en M. Z. Lobato (Dir.), El progreso, la modernización y sus límites (1880-1916), Nueva Historia Argentina V, Buenos Aires: Sudamericana, 2000
Ingenieros, José, El hombre mediocre, Centro Editor de Cultura, Buenos Aires, 2009.
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